lunes, 22 de octubre de 2012
El invitado.
Estaba sentado
frente a mí en una silla situada a escasos metros de la cama fumando un
cigarrillo y exhalando largas bocanadas de humo. No se había quitado el
abrigo, holgado, de lana ni el sombrero que oscurecía su rostro. La
poca luz que se colaba por las rendijas de la ventana cerrada -los
póstigos no encajaban del todo bien, algo curvados por el paso del
tiempo, en sus molduras- no llegaba a iluminar su cara oculta a
contraluz, mantenía una pierna cruzada sobre la otra y sé que me estaba
mirando sin decir una palabra. Desperté con su presencia en una
habitación que me resultaba extraña. No me alarmó su comparecencia, al
momento supe quien era él y donde me hallaba. Abrí los ojos, lo vi
sentado y no encontré palabras a modo de saludo, tampoco ninguna
inquisición acerca del motivo de nuestro encuentro; quedé tumbado de
costado, en la posición en la que había despertado y deje transcurrir el
tiempo con esta imagen en blanco y negro en la retina y el olor del
tabaco adueñándose del paisaje olfativo de la habitación, también
compuesto, para completar la fotografía percibida por la pituitaria, de
aire viciado, ropa sucia amontonada, vapores procedentes de la
transpiración corporal y el polvo flotando en el ambiente, propio de
una casa largo tiempo deshabitada, formando un conjunto espeso que quizá
pudiese ser tanto digerido como respirado.
Se levantó de la silla y se dirigió hacia la ventana. Abrió ligeramente uno de los postigos y observó el exterior con cautela, queriendo ver sin ser visto. El rayo de luz que penetró en la estancia a través de la leve abertura me permitió ver más detalladamente su fisonomía de espaldas, alto, espigado, el sombrero calado algo ladeado y el largo abrigo avejentado deshilachado en los bordes inferiores. Arrojó la colilla al suelo con desdén materializado en el resto de cigarrillo, pero que iba dirigido al causante de su desgracia, al que aplastó con furia para que la colilla quedase completamente apagada.
El cuaderno abierto tal y como quedó cuando se deslizó de mis manos que cayeron pesadamente sobre mi estómago proporcionándome un ínfimo grado de lucidez que sólo alcanzó para que extendiese un brazo y una mano torpe, a tientas, tras haber humedecido los dedos pulgar e índice con la lengua, diese con el pábilo encendido y sumiese el cuarto en la oscuridad. Me había enfrascado en la lectura del manuscrito, extenso, hasta mantener una lucha tenaz contra mis párpados, empeñados en cerrarse, en acometer una caída definitiva que pusiese punto final a la jornada y a la lectura, incorporándome de vez en cuando hasta formar un ángulo de noventa grados entre mis piernas y mi tronco para conseguir despabilar un mínimo que me garantizase unos instantes más de lectura y así, sumando instantes, poder terminar de leer todo el contenido impreso en la libreta antes de caer dormido de un modo instantáneo una vez concluida la última linea.
Cuando estuvo sentado de nuevo frente a mí, comenzó a hablarme. No podía responder a su pregunta de por qué había ido a la casa, al porqué de mi presencia en la habitación. Él tampoco se sentía extrañado. Llevaba varios días refugiado en esa habitación, en tensa espera, sin saber hacia que lado iba a inclinarse la balanza, en que términos iba a oscilar el péndulo que decidiese sobre su vida o su muerte. A veces intentaba dormir, dicho del modo que él lo expresó, el sueño consiguió derrotar a su estado de alerta durante algunos minutos en los que caía en un sopor repentino que alejaba la pesadilla y resumía tiempos felices, unos instantes de descanso que se interrumpían de forma súbita cuando escuchaba el más leve sonido que viniese del exterior, aunque sólo fuese el agitarse las ramas de los árboles por una suave racha de viento. La noche la había pasado fuera de la cama que presentaba mantas y sábanas hechas un revoltijo sobre el jergón. El nerviosismo y la incertidumbre sobre el desenlace le carcomían; no hacía otra cosa que pasear por la habitación, abrigado cuanto podía en la fría noche, e ir de la ventana a la silla encendiendo un cigarrillo tras otro, a la espera, intentando calentar en todo momento la esperanza de que fuesen sus correligionarios los que viniesen a buscarlo para que lo sacaran del país antes de que lo hiciese la guardia civil para sacarlo de este mundo, preguntándose en todo momento por qué se había utilizado el ingenio humano, esa capacidad que debería utilizarse para hacernos felices y, de algún modo, si el ideal postrero del ser humano es la búsqueda de la felicidad y ésta su mayor riqueza, ricos a todos, para producir en su lugar, un baño de sangre, que a la vista de los acontecimientos que se desarrollaban en Europa, no había hecho más que empezar, como un banco de pruebas donde se experimentasen los últimos avances en aviación militar y para saber hasta donde puede llegar la atrocidad y la barbarie. Quizá su ideología que ahora le condenaba a muerte sólo consistiese en querer poner el talento y los hábitos sociales al servicio de la humanidad, algo que ésta jamás ha conseguido y por lo que los jóvenes libertarios que poblaron su juventud quisieron luchar contra un absolutismo que los asesinaba en Marruecos.
Descubrí el cuaderno tras la muerte de mi madre. Cuando vacié su piso, (el mismo en el que yo había vivido desde que siendo muy niño nos trasladamos a esta ciudad huyendo de los estigmas que nos imponía la pertenencia al bando perdedor, hasta que me emancipé con veinte años) encontré en el fondo de un cuarto trastero una vieja maleta con algunas ropas y objetos que habían pertenecido a mi padre. Entre las prendas, un encendedor, una antigua -preciosa- pluma estilográfica -que conservo como un tesoro- y alguna bagatela más, estaba el cuaderno que incluía entre sus páginas una narración de sus últimos días, antes de ser detenido para morir después en la construcción del ignominioso mausoleo ordenado por el general para memoria de su barbarie. Sus palabras se debatían con un verbo errático y desordenado entre la angustia, el rencor -no exento de cierta ansia de venganza aunque lo fuese de un modo divino- hacia aquellos parientes próximos que le habían delatado y la esperanza de que sus amigos, alertados por mi madre, llegasen pronto para llevarlo a un refugio más seguro hasta que encontraran el modo de sacarlo del país rumbo al Méjico de Lázaro Cárdenas, como tantos otros exiliados y refugiados políticos españoles. Cuando mi madre llegó a la casa de campo en compañía de un conocido, sólo encontró el cuaderno sobre el camastro. La guardia civil lo detuvo antes que ella pudiese encontrar un lugar donde guarnecerlo y que no comprometiese demasiado la libertad de ninguna de sus amistades. Sólo llegó unas horas tarde -esta historia me fue relatada en mi infancia, cuando tuve suficiente juicio, pero jamás me habló de la existencia del cuaderno- parece ser que fue su propio hermano, mi tío al que nunca conocí, el que comunicó a las autoridades (quizá bajo presión, pero también sucumbiendo de un modo cainita por sus diferencias de pensamiento) la existencia de la casa de campo en desuso donde probablemente se encontraría agazapado el fugitivo.
En unas páginas del cuaderno mi padre habla conmigo. Me habla como si fuese el adulto que, de no salir bien las cosas, nunca conocerá. Lo lamenta, es lo que más le entristece; más todavía que la delación de la que ha sido víctima; más aún que haber sufrido vivir en un mundo enloquecido transformado en una máquina de picar carne que sólo ha hecho que comenzar su sangrienta labor. Me imagina en la penumbra del cuarto, con las primeras luces del día filtrándose por los resquicios de la ventana desvencijada, fantasea con las mantas y sábanas revueltas que han adquirido fisonomía humana y les habla, me habla a mí y lo hace a modo de despedida.
Leí el cuaderno a la luz de una vela. Un exceso de luz resultaba demasiado hiriente para mis ojos que preferían acogerse a un grado de intimidad supremo con aquellas palabras que, de algún modo, desde el anonimato, siempre habían estado dentro de mí, sentirme como si estuviera en el interior de una caverna que me adormecía. Luché contra el sueño que pugnaba por poner fin a mi regresión hasta que terminé la lectura, pude apagar la vela y pude contar a mi padre como había sido nuestra vida. Le hablé mucho de mi madre, de un modo sosegado, tranquilizándolo, insistiendo en que a nosotros, finalmente, la vida nos trató bien y le refería algunas anécdotas que pudiesen resultarle más ligeras o divertidas que enternecedoras, perdiéndome en palabras que aliviaran su angustia sin escatimar en mostrar reconocimiento a su persona y a sus ideas, hasta que llegaron los guardias y con estrépito irrumpieron en la estancia. Sin mediar más palabras que los insultos y las imprecaciones hacia alguien que sólo consideraban un "perro rojo", dos de ellos lo sujetaron cada uno de un brazo y lo sacaron, sin encontrar resistencia, de la habitación rumbo a los trabajos forzados. Antes de cruzar el umbral de la puerta mi padre miró furtivamente hacia atrás, hacia la cama donde me dirigió una mirada con la que vació sobre mí la totalidad de su amor y su ternura, como si su vida entera hubiese sido depositada, carente ya de valor, en mi interior, para que estuviese siempre conmigo.
Al menos durante esa noche pude ser su invitado.
Se levantó de la silla y se dirigió hacia la ventana. Abrió ligeramente uno de los postigos y observó el exterior con cautela, queriendo ver sin ser visto. El rayo de luz que penetró en la estancia a través de la leve abertura me permitió ver más detalladamente su fisonomía de espaldas, alto, espigado, el sombrero calado algo ladeado y el largo abrigo avejentado deshilachado en los bordes inferiores. Arrojó la colilla al suelo con desdén materializado en el resto de cigarrillo, pero que iba dirigido al causante de su desgracia, al que aplastó con furia para que la colilla quedase completamente apagada.
El cuaderno abierto tal y como quedó cuando se deslizó de mis manos que cayeron pesadamente sobre mi estómago proporcionándome un ínfimo grado de lucidez que sólo alcanzó para que extendiese un brazo y una mano torpe, a tientas, tras haber humedecido los dedos pulgar e índice con la lengua, diese con el pábilo encendido y sumiese el cuarto en la oscuridad. Me había enfrascado en la lectura del manuscrito, extenso, hasta mantener una lucha tenaz contra mis párpados, empeñados en cerrarse, en acometer una caída definitiva que pusiese punto final a la jornada y a la lectura, incorporándome de vez en cuando hasta formar un ángulo de noventa grados entre mis piernas y mi tronco para conseguir despabilar un mínimo que me garantizase unos instantes más de lectura y así, sumando instantes, poder terminar de leer todo el contenido impreso en la libreta antes de caer dormido de un modo instantáneo una vez concluida la última linea.
Cuando estuvo sentado de nuevo frente a mí, comenzó a hablarme. No podía responder a su pregunta de por qué había ido a la casa, al porqué de mi presencia en la habitación. Él tampoco se sentía extrañado. Llevaba varios días refugiado en esa habitación, en tensa espera, sin saber hacia que lado iba a inclinarse la balanza, en que términos iba a oscilar el péndulo que decidiese sobre su vida o su muerte. A veces intentaba dormir, dicho del modo que él lo expresó, el sueño consiguió derrotar a su estado de alerta durante algunos minutos en los que caía en un sopor repentino que alejaba la pesadilla y resumía tiempos felices, unos instantes de descanso que se interrumpían de forma súbita cuando escuchaba el más leve sonido que viniese del exterior, aunque sólo fuese el agitarse las ramas de los árboles por una suave racha de viento. La noche la había pasado fuera de la cama que presentaba mantas y sábanas hechas un revoltijo sobre el jergón. El nerviosismo y la incertidumbre sobre el desenlace le carcomían; no hacía otra cosa que pasear por la habitación, abrigado cuanto podía en la fría noche, e ir de la ventana a la silla encendiendo un cigarrillo tras otro, a la espera, intentando calentar en todo momento la esperanza de que fuesen sus correligionarios los que viniesen a buscarlo para que lo sacaran del país antes de que lo hiciese la guardia civil para sacarlo de este mundo, preguntándose en todo momento por qué se había utilizado el ingenio humano, esa capacidad que debería utilizarse para hacernos felices y, de algún modo, si el ideal postrero del ser humano es la búsqueda de la felicidad y ésta su mayor riqueza, ricos a todos, para producir en su lugar, un baño de sangre, que a la vista de los acontecimientos que se desarrollaban en Europa, no había hecho más que empezar, como un banco de pruebas donde se experimentasen los últimos avances en aviación militar y para saber hasta donde puede llegar la atrocidad y la barbarie. Quizá su ideología que ahora le condenaba a muerte sólo consistiese en querer poner el talento y los hábitos sociales al servicio de la humanidad, algo que ésta jamás ha conseguido y por lo que los jóvenes libertarios que poblaron su juventud quisieron luchar contra un absolutismo que los asesinaba en Marruecos.
Descubrí el cuaderno tras la muerte de mi madre. Cuando vacié su piso, (el mismo en el que yo había vivido desde que siendo muy niño nos trasladamos a esta ciudad huyendo de los estigmas que nos imponía la pertenencia al bando perdedor, hasta que me emancipé con veinte años) encontré en el fondo de un cuarto trastero una vieja maleta con algunas ropas y objetos que habían pertenecido a mi padre. Entre las prendas, un encendedor, una antigua -preciosa- pluma estilográfica -que conservo como un tesoro- y alguna bagatela más, estaba el cuaderno que incluía entre sus páginas una narración de sus últimos días, antes de ser detenido para morir después en la construcción del ignominioso mausoleo ordenado por el general para memoria de su barbarie. Sus palabras se debatían con un verbo errático y desordenado entre la angustia, el rencor -no exento de cierta ansia de venganza aunque lo fuese de un modo divino- hacia aquellos parientes próximos que le habían delatado y la esperanza de que sus amigos, alertados por mi madre, llegasen pronto para llevarlo a un refugio más seguro hasta que encontraran el modo de sacarlo del país rumbo al Méjico de Lázaro Cárdenas, como tantos otros exiliados y refugiados políticos españoles. Cuando mi madre llegó a la casa de campo en compañía de un conocido, sólo encontró el cuaderno sobre el camastro. La guardia civil lo detuvo antes que ella pudiese encontrar un lugar donde guarnecerlo y que no comprometiese demasiado la libertad de ninguna de sus amistades. Sólo llegó unas horas tarde -esta historia me fue relatada en mi infancia, cuando tuve suficiente juicio, pero jamás me habló de la existencia del cuaderno- parece ser que fue su propio hermano, mi tío al que nunca conocí, el que comunicó a las autoridades (quizá bajo presión, pero también sucumbiendo de un modo cainita por sus diferencias de pensamiento) la existencia de la casa de campo en desuso donde probablemente se encontraría agazapado el fugitivo.
En unas páginas del cuaderno mi padre habla conmigo. Me habla como si fuese el adulto que, de no salir bien las cosas, nunca conocerá. Lo lamenta, es lo que más le entristece; más todavía que la delación de la que ha sido víctima; más aún que haber sufrido vivir en un mundo enloquecido transformado en una máquina de picar carne que sólo ha hecho que comenzar su sangrienta labor. Me imagina en la penumbra del cuarto, con las primeras luces del día filtrándose por los resquicios de la ventana desvencijada, fantasea con las mantas y sábanas revueltas que han adquirido fisonomía humana y les habla, me habla a mí y lo hace a modo de despedida.
Leí el cuaderno a la luz de una vela. Un exceso de luz resultaba demasiado hiriente para mis ojos que preferían acogerse a un grado de intimidad supremo con aquellas palabras que, de algún modo, desde el anonimato, siempre habían estado dentro de mí, sentirme como si estuviera en el interior de una caverna que me adormecía. Luché contra el sueño que pugnaba por poner fin a mi regresión hasta que terminé la lectura, pude apagar la vela y pude contar a mi padre como había sido nuestra vida. Le hablé mucho de mi madre, de un modo sosegado, tranquilizándolo, insistiendo en que a nosotros, finalmente, la vida nos trató bien y le refería algunas anécdotas que pudiesen resultarle más ligeras o divertidas que enternecedoras, perdiéndome en palabras que aliviaran su angustia sin escatimar en mostrar reconocimiento a su persona y a sus ideas, hasta que llegaron los guardias y con estrépito irrumpieron en la estancia. Sin mediar más palabras que los insultos y las imprecaciones hacia alguien que sólo consideraban un "perro rojo", dos de ellos lo sujetaron cada uno de un brazo y lo sacaron, sin encontrar resistencia, de la habitación rumbo a los trabajos forzados. Antes de cruzar el umbral de la puerta mi padre miró furtivamente hacia atrás, hacia la cama donde me dirigió una mirada con la que vació sobre mí la totalidad de su amor y su ternura, como si su vida entera hubiese sido depositada, carente ya de valor, en mi interior, para que estuviese siempre conmigo.
Al menos durante esa noche pude ser su invitado.