El acuerdo.
Un apretón de
manos dejaría sellado nuestro acuerdo. Una mano se ofrecía ante mí para
ser estrechada cuando los pormenores de nuestra negociación hubiesen
sido desmenuzados; una mano que ostentaba los símbolos de su poder en
dedos y muñeca, cargados con más riqueza de la que se pudiese atesorar
ya no en el cuerpo entero, sino en la vida entera de una gran mayoría de
los mortales y que se mostraba recia, compacta, fuerte, advirtiendo su
nula disposición a volverse atrás en ningún caso ni arredrarse ante
nada; su facultad plena para ejecutar cualquier orden recibida por parte
de su dueño. Un pequeño instante detenido supuso para mi una eternidad,
el tiempo durante el cual debía acceder a estrechar la mano ofrecida y
dejar de ser dueño de mí mismo. Antes había tenido contacto indirecto
con la persona que tenía enfrente, algún trabajo menor de distribución
de mercancía con el que sostenía mi economía cuando quedaba sin trabajo
pero no sin estómago. Nunca fui uno de aquellos que hacían esto para
satisfacer un ritmo de vida desenfrenado y sufragar sus vicios sin que
su quehacer diario tuviese nunca que trascenderlos; había guardado una
disposición experimental que no me desconectaba de otras facetas de la
vida sino que se sumaba a ellas y, a mi entender, las enriquecía,
buscaba nuevos estados de conciencia para que entender el mundo no
supusiese despreciarlo, a eso se le puede llamar evasión pero yo
prefería denominarlo invención; la necesidad de inventar aquello que no
se encuentra y si lo que no se encuentra es la realidad -porque resulta
tortuosa y es mejor dejarla escondida- quizá necesitase algún ayudante
para reinventarla sin renunciar a aquellos aspectos que lejos de ser
revocables, me resultaban placenteros porque había tenido el
incuestionable arte de saber dotarme de ellos, y, mezclándolos con mis
experiencias transgresoras, podía elaborar un cóctel en el que aquello
que llenaba mi vida podía ser despojado de la mezquindad circundante que
posee la capacidad de filtrarse por cualquier leve brecha y arruinarlo
todo, lo peor, por decisión propia. Distribuía entre gente que mantenía
una posición convergente a la mía en cuanto al uso de la sustancia que
yo les suministraba. El día que perdí la mercancía que ahora adeudaba -y
que me dejaba como única salida convertirme en lacayo fiel y brazo
ejecutor del capo- sucedieron cosas muy curiosas. Recuerdo que le
comenté a un amigo que "en el sitio menos pensado, quizá en un lugar que
ni siquiera puedes pensar ni imaginar por que lo desconoces por
completo, puede estar pasando un suceso que puede ser determinante en el
devenir de tu existencia; deberíamos de tener el derecho de poder
conocer estos sucesos e intervenir en ellos, ya que nos van a
repercutir, y poder evitar de este modo su desenlace funesto". De verdad
que me habría gustado estar en el bar donde el motorista que embistió
mi coche se había emborrachado unas horas antes de que dejase mi
vehículo averiado por el tremendo golpe lateral trasero y la posterior
perdida de control que acabó frenando el auto contra una farola; haber
tenido la capacidad de evitar, bien su ingesta alcohólica o bien que
hubiese conducido después su motocicleta. El coche había quedado
inmovilizado y se presentó la policía; sólo deseaba que no abriesen el
maletero cuya puerta, como consecuencia del golpe, había quedado
desencajada y semiabierta... Me conminaron a llamar una grúa y me
obligaron a que el coche fuese depositado en un taller. No podía dejar
un vehículo averiado y siniestrado aparcado en la vía pública, como era
mi deseo. Llegó la grúa y mientras el coche era conducido al taller
oficial yo tuve que entrar en el furgón policial a efectuar mi atestado.
Cuando el trámite quedó concluido tras discutir durante bastante tiempo
con el motorista que estaba algo dolorido pero ileso y quería que mi
seguro arreglase su moto -por suerte hubo testigos- acudí al taller
donde habían llevado mi auto. Allí estaba, en una plazoleta donde se
acumulaban los recién ingresados, pero el maletero estaba vacío. Llamé
al contacto que me había proporcionado el alijo y le conté lo sucedido.
Una hora más tarde recibí la llamada del capo. Debía reunirme con él
para ver el modo de saldar mi deuda. No aceptó que le pagase poco a poco
mensualmente, con mi trabajo; habría tardado años en reunir semejante
suma. Sólo me dio la oportunidad de hacer colaboraciones -así lo llamó-
hasta que él considerase que mi deuda estaba saldada con mi labor, en
caso contrario ya debía saber como funciona este mundo; "el que la caga,
sólo la caga una vez", fueron sus palabras. Me dio dos días de plazo
antes de nuestra reunión, por si encontraba el modo de conseguir el
dinero, algún crédito, algún amigo hacendado... Ni amigo hacendado, ni
posibilidad de crédito, solo cabía entregarle mi vida. Pasé la noche
anterior a la reunión con una amiga. Estaba nervioso, alterado y con un
enfado tremendo. Ella se encargó de relajarme y me propuso realizar un
ritual, hacía pocos días que había regresado de un encuentro con unos
chamanes guatemaltecos y quería repetir alguna de las ceremonias que
había realizado allí. Cuanto menos, me relajaría y me ayudaría a aceptar
mi destino inexorable, insistía. Sacó toda la parafernalia que había
adquirido en el "merchandising" que los indios guatemaltecos habían
montado en el citado encuentro y nos instalamos en el lugar más parecido
a la naturaleza que teníamos al alcance de la mano, en la terraza de su
piso repleta de macetas con plantas. No puedo negar que no soy muy
entusiasta de este tipo de experiencias, pero debo confesar que casi
llegué a un estado parecido al trance en el que mi mente adquirió una
nueva dimensión y, al menos, encontré la capacidad de afrontar mi
futuro, fuese el que fuese... Después del ritual fuimos directamente a
la cama. Ella decía que su sortilegio no había concluido y que deseaba
que encontrásemos juntos el estado parecido al trance que habíamos
experimentado momentos atrás y que hiciésemos el amor buscando esa
conexión por encima de todo. Era la primera vez que nos acostábamos y me
proponía un acto más allá del sexo, algo así como concitar en una unión
sexual lo que habíamos experimentado en el ritual intentando hacer que
los dos fuésemos uno. Sólo entonces, si lo conseguíamos, su sortilegio
podría surtir efecto. A la mañana siguiente, después de haber dormido
sin poderme desprender de las experiencias vividas con mi amiga, como si
hubiesen constituido una fuente inagotable de una regeneradora
sustancia vital, nos despedimos. Yo debía de ir a la reunión. Ella me
dijo insistentemente que pasase lo que pasase durante mi entrevista, no
dejase de ir a visitarla cuando ésta concluyera y me guiñó el ojo con
ternura y complicidad.
Estrechamos nuestras manos y sentí en la mía como si toda la experiencia de este hombre pasara a través de ella, me llené de información que me resultaba repugnante y quise soltar su mano con rapidez. No podía, seguían entrelazadas agitándose levemente y agarradas con fuerza. Sentí vértigo, un profundo mareo y malestar. Durante unos segundos creí perder la conciencia y pensaba que iba a caer al suelo derrumbado como un pelele dislocado. Estaba aturdido, muy confuso recuperaba la lucidez y me sentía tremendamente extraño dentro de mi cuerpo. Por fin pude soltar la mano que atenazaba la mía que me pareció inusualmente fuerte y seguida de un robusto brazo. Descubrí en mis dedos varios anillos de oro, en el dedo corazón una enorme sortija estaba coronada por una gran piedra de color rojo; en mi muñeca derecha una gruesa pulsera mostraba una placa donde estaba grabado mi nuevo nombre. Quizá debería ponerme un régimen alimenticio y hacer algo para evitar mi mal aliento; por lo demás tampoco estaba tan mal, incluso era algo más joven. Era un hombre rico, sólo restaba encauzar mi vida por otros derroteros e iniciar, a mi modo, la nueva existencia que me habían entregado.
Estrechamos nuestras manos y sentí en la mía como si toda la experiencia de este hombre pasara a través de ella, me llené de información que me resultaba repugnante y quise soltar su mano con rapidez. No podía, seguían entrelazadas agitándose levemente y agarradas con fuerza. Sentí vértigo, un profundo mareo y malestar. Durante unos segundos creí perder la conciencia y pensaba que iba a caer al suelo derrumbado como un pelele dislocado. Estaba aturdido, muy confuso recuperaba la lucidez y me sentía tremendamente extraño dentro de mi cuerpo. Por fin pude soltar la mano que atenazaba la mía que me pareció inusualmente fuerte y seguida de un robusto brazo. Descubrí en mis dedos varios anillos de oro, en el dedo corazón una enorme sortija estaba coronada por una gran piedra de color rojo; en mi muñeca derecha una gruesa pulsera mostraba una placa donde estaba grabado mi nuevo nombre. Quizá debería ponerme un régimen alimenticio y hacer algo para evitar mi mal aliento; por lo demás tampoco estaba tan mal, incluso era algo más joven. Era un hombre rico, sólo restaba encauzar mi vida por otros derroteros e iniciar, a mi modo, la nueva existencia que me habían entregado.