domingo, 14 de octubre de 2012

Cuentos, relatos y narraciones.: Heterónimo por Luis Revert

 Heterónimo

El tren circulaba entre campos de cereales, recorriendo la llanura al atardecer. Una luz rojiza encendía el cielo e impregnaba con su luz las laderas de las montañas que, con el rostro casi pegado al cristal, contemplaba en su recorrido paralelo a ellas, encontrando un relax medicinal de cara a la jornada que le esperaba al día siguiente y diluyendo todas sus cargas en ese remanso de belleza; aturdida su mente por el día de trabajo que cargaba a sus espaldas, la luz limítrofe al infrarrojo hacía evanescente su reflexión cuyo contenido, antes cargado de reproches y resentimientos, se tornaba liviano. Tras esas montañas, aventurándose a través de un cañón que formaba el curso de un río, subiendo alguna loma para bajarla después, cuando el tránsito por el camino junto al cauce se hacía impracticable, se encontraba un grupo de casas abandonadas que conocía -había conocido, quizá ya ni existieran- bien. En aquellos tiempos, estuvo a punto de instalarse a vivir en esa aldea. La habían encontrado por casualidad durante una excursión por el citado río en la que se adentraron más horas de lo previsto en las entrañas de la sierra, jugando con los rápidos que el caudal formaba en algunos lugares y dejándose arrastrar aguas abajo por el sinuoso recorrido entre angostas gargantas de roca, para tener que remontar después el camino desandado, desnudos, después de haberse secado sobre una piedra, a modo de terraza, al sol. Era verano y pasaban días enteros en la montaña, durmiendo con el cielo como techo en los sacos de dormir. Cuando descubrieron la aldea se les presentó ante sus ojos el espacio idílico que deseaban en su interior y que se podía manifestar si tan sólo encontraban el modo de superar los obstáculos que siempre plantea la materialización de una renuncia; alcanzar algo suele significar renunciar a otras cosas por las que se puede tener un mayor o menor apego y esto no siempre es tarea fácil. Cuando vieron el conjunto de casas, se mostró ante ellos con más fuerza que nunca la capacidad de renunciar a cualquier cosa que les mantuviese alejados de la posibilidad de reinventar la vida, sin haberse siquiera planteado en que podía consistir tal renacimiento. Descubrieron en este paraje la infraestructura necesaria para poder vivir sin dependencia exterior si se lo proponían y construir, tras un periodo de inversión material y, sobre todo, laboral un paraíso alejado de la vida alienante de la que escapaban habitualmente con la esperanza de no tener que regresar jamás, que siempre quedaba muda, aplastada por el peso de una existencia ya constituida y cargada de impedimentos de cara a favorecer una deconstrucción fruto del verdadero deseo. Sólo tenían veinte años. Junto a las casas, siguiendo la vereda que descendía hasta el río, encontraron un enorme zarzal que enmarañaba una estructura de apariencia cúbica. Se escuchaba correr agua en su interior. Con las manos, ayudándose de alguna navaja suiza y con mucha paciencia para no lastimarse, consiguieron descubrir una pequeña porción de la planta para poder ver que había en el interior de su panza. Encontraron una pequeña alberca, alimentada por un manantial de agua cristalina, cuyo sobrante rebosaba por un lateral construido a menor altura que el resto. El agua descendía por una acequia deshecha junto al camino, que servía para alimentar los frutales, algunos todavía vivos, plantados en bancales que descendían por la ladera hasta los prados, que hacían de antesala al cauce por el que, en ese tramo, discurrían tranquilas las aguas. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza mientras el color rojizo perdía intensidad y el paisaje comenzaba a poblarse de sombras que suponían el final del día; del mismo modo decidió poner punto final a su evocación y ocupar su mente en cuestiones pertinentes. Se dijo que fue una lástima que abandonase el proyecto cuando un nutrido grupo de amigos ya se habían instalado en la aldea dispuestos a reinventar la vida. Participó durante unos meses en esta empresa y fue feliz, pero a los pocos meses, repentinamente, se rodeo de argumentos para desear volver a la ciudad, construir su vida en torno a la opulencia y se marchó, aunque sabía perfectamente que se fue porque no había sabido entender a Celia.

Continuaba su viaje hacia las reuniones de negocios que iba a mantener al día siguiente. Un aburrimiento pertinaz que se constituía como norma una vez por semana. Le habían ofrecido trasladarse a la ciudad donde debía ampliar mercado durante una temporada con gastos pagados por la empresa, pero declinó la oferta prefiriendo viajar una vez por semana allí, dormir en un hotel, planear antes de acostarse todas las visitas que debía realizar para enfundarse a la mañana siguiente el disfraz de ejecutivo y concentrar todo el trabajo en una jornada agotadora de reuniones continuas, comidas rápidas y desplazamientos acelerados en taxi cuando el metro no cuadraba en itinerarios u horarios. Después, sin tiempo siquiera para mudar la americana y la corbata por ropa más cómoda, cogería el último tren nocturno y regresaría a su casa para pasar con su hijo el fin de semana. En el viaje de vuelta la cordillera quedaba oculta en la oscuridad de una noche sin luna. Algunas luces situadas en lo alto de antenas y repetidores dibujaban su contorno imaginario. Esta vez no se ensoñó dentro de los ecos de su memoria; estaba sumido en el cansancio físico e intelectual, repasaba en su agenda los logros conseguidos para su empresa y anotaba las tareas pendientes y algunos flecos que hubiesen quedado sin resolver de cara a su siguiente visita. Dudaba sobre aceptar la oferta de traslado temporal, en vista de lo agotadora que resultaba su decisión que sólo sustentaba por no separase de su hijo. Pensaba que también, por otro lado, le vendría bien tomar un poco de distancia con su presente que estaba girando de un modo nada ventajoso en los últimos tiempos y que ésta era una buena oportunidad. Bien que le habría gustado desaparecer cuando su amante le dijo que prefería no tener el hijo concebido, que no deseaba tener un lazo de unión tan rotundo con él y perder su libertad. Rehusar el alumbramiento significaba dar por concluida la relación, significaba rechazar la propuesta por él deseada y ofrecida de hacer de este nacimiento la consolidación de una unión afectiva y emocional. Ella le mandó una breve misiva contándole su decisión irrevocable, bien meditada, de renunciar a la maternidad en los términos ya expuestos. No sentía un lazo tan fuerte como él atestiguaba en una experiencia que se circunscribía a compartir algunas noches de cama y aliento, que, por cierto, le resultaba más gélido cada vez, proyectado en sus mejillas. Por medio de una amiga común, fue informado de que pensaba iniciar una convivencia con el ingeniero del que tanto le había hablado y con el que, aseguraba, se entendía a la perfección. En lo único que podía decir que le marchaban bien las cosas era en el terreno económico. Ganaba lo suficiente para poder hacer frente a todos sus gastos, incluida una generosa pensión alimenticia para su vástago y vivir holgadamente, pudiéndose permitir salir a cenar a sitios caros acompañado de alguna mujer que se mostrase proclive a la seducción. No encontraba mayor encanto en su vida, convertida ésta en su totalidad en un bien de consumo que devoraba con avidez sin sentirse nunca saciado, sino más hambriento a cada instante y para la que trabajaba con plena dedicación y tesón enfermizo. La semana siguiente volvió a atravesar el mismo paisaje, a la misma hora, las montañas bañadas por la luz del atardecer... 

 Y Celia despertando sola, cincuenta por ciento de rabia, cincuenta por ciento de tristeza. Hoy no tiene ganas de ver a nadie, tiene algo que madurar dentro de si, algo que está demasiado verde para ser digerido y que le produce cierta consternación que no desea, la vida es tan irrepetible como bella -reflexionaba- dedicarle demasiado tiempo al abatimiento o la turbación es un tremendo desperdicio irrecuperable y eso era lo que debía madurar en sus entrañas, no quería sentirse así demasiado tiempo. Debía arreglarlo en un día de  intimidad consigo misma que le supusiese un regalo y le devolviese a la normalidad y al buen humor realimentado al ser compartido. Decide prepararse un pequeño equipaje, saco de dormir incluido; una mochila donde llevar algunos alimentos, cantimplora y un libro para disfrutar en los descansos de su pretendida caminata. Si algo no podía ser eclipsado ni quedar empañado por la relevancia de su ausencia, ese algo era el poder de la naturaleza manifestándose con la capacidad de cuestionar aún las más profundas convicciones que hayan podido ser adquiridas por una reflexión ajena; el sitio ideal, por tanto, para un encuentro con uno mismo. Durante todo el día caminó con empeño montaña arriba, el esfuerzo físico emprendido en derrotar las pendientes era reflejo del denuedo que precisaba -y que estaba acometiendo- psicológicamente para conquistar la cima de la inmensa mole de tristeza que le aplastaba; conquistada una cima, conquistada la otra, pensaba, con el deseo de que al llegar arriba sintiera, por fin, una liberación de sus sentimientos, que no supieron afrontar el desapego aunque hacía algunas semanas que estaban siendo advertidos de lo que estaba pasando, de que él se iba a marchar. Otra parte de su cerebro luchaba contra la rabia que tomaba pinceladas iracundas de tanto en tanto, acercándose peligrosamente a la frontera del resentimiento que, una vez traspasada, suele cerrar la puerta, siendo difícil salir de su territorio donde sólo crecen las malas hierbas. No podía entender por qué ahora que la aldea estaba cercana al funcionamiento autosuficiente aunque austero, después de tanto trabajo agotador, se había rendido. Era cierto, una verdad incuestionable, que no lo estaba pasando bien; esgrimía a la inseguridad como argumento cuando ella le insinuaba que su ánimo se mostraba más opaco toda vez que su humor se plasmaba sombrío, como apesadumbrado, algo les estaba resultado demasiado pesado como para cargar con ello. Algo dentro de él, quizá una de esas reflexiones ajenas que nos han sido inoculadas, le decía que no debía construir su futuro en el interior de esas montañas, aunque semejasen un pequeño paraíso, se sentía vulnerable, como si pendiese de un hilo que de romperse le sumiría en la indigencia. Una idea, una invitada indeseada pero que asomaba de tanto en tanto por su pensamiento, saltando como una neurona díscola en el interior de su cavidad craneal en cuyas paredes rebotaba sin fin, le hacía desear un modelo de relación sentimental que encerrase a la pareja en una caverna de intimidad extralimitada -que por lo general resulta corrosiva para la propia intimidad- que habría que poblar con algún -o algunos- retoños que ilustraran -y dieran colorido y quehacer- al ambiente. Inseguridad que traía de la mano al miedo, instalándose ambos en la conciencia convertida en una marmita donde bullía la angustia evaporada en forma de ansiedad que terminaba por nublar su ánimo hasta la opacidad que pervierte la alegría. Celia siempre argumentaba en contra y le decía que la paralizadora idea del deber -aquello que él pensaba que no iba a cumplir si seguía en la aldea- había sido concebida para que las personas renunciasen a trabajar en virtud de sus propios intereses para hacerlo en el interés de sus amos; así había sido en todas las épocas de la historia y así era ahora en su entendimiento. Le aconsejaba que atendiese a desprenderse de reflexiones ajenas sustentadas en el trono del pánico y no despreciase la oportunidad de construir un nuevo mundo que tenían en los dedos de la mano. Subió hasta la cima de la montaña. El sol descendía y teñía de rojo la llanura a sus pies. Culminada la ascensión sintió el cansancio fruto de la larga caminata en la que había reproducido cada una de las escenas de su batalla perdida. Al contemplar el panorama, una alegría desbordada se apoderó de ella y comenzó a bailar de forma alocada, tan pronto saltaba como se dejaba caer al suelo en una coreografía propia de un rito exorcista por el que intentaba inconscientemente expulsar todos aquellos demonios que la abatían resolviendo que, de hecho, una nueva etapa de su vida estaba a punto de comenzar. Luego se sentó a contemplar el paisaje como si fuese algo cercano a una diosa reinando sobre la llanura encendida a la que una voz perdida en la inmensidad del paisaje lanzaba una plegaria: "cuanto desearía poder crear tu heterónimo, alguien que fuese exactamente igual que tú pero despojado de todo el miedo y la angustia que convierte todas tus bendiciones en humo evanescente, en el cual se disipa tu vida entera". Vio que abajo, sobre la llanura, próximo a las laderas de la montaña circulaba un ferrocarril. El sol rojizo reflejado en sus ventanillas le hacía parecer un extraño gusano cuyo cuerpo estuviese en su totalidad tachonado de ojos encendidos. Se escuchó un estrépito y descarriló de improviso; se arrastró unos cientos de metros sobre uno de sus flancos. Bajó corriendo la ladera sorteando piedras y ramas leñosas, cayendo de bruces en ocasiones. Cuando llegó al lugar del siniestro algunas personas deambulaban aturdidas, otras gritaban en un paroxismo histérico o lloraban convulsivamente, se escuchaban gritos y susurros emitidos por gargantas que habían perdido la fortaleza resonando desde el interior de los vagones. Un hombre asomaba por una de las ventanillas que miraban al cielo, apenas hubo sacado medio cuerpo al exterior se derrumbó con los brazos extendidos hacia el techo del tren volcado, medio cuerpo fuera, medio dentro, tumbado boca abajo. Se acercó a socorrerlo, trepó hasta lo alto y desde un lado intentó cogerlo por las axilas para extraerlo por completo del interior del vagón. Un escalofrío recorrió cada célula de su organismo cuando sus pies resbalaron ante el esfuerzo requerido para levantar el cuerpo inerte y cayó sobre la espalda del cadáver; algo le resultó tremendamente familiar al abrazar el cuerpo de manera accidental. Se levantó de un respingo y respiró profundamente. Una intuición se manifestó con la rotundidad de una certeza: él regresaría a la aldea esa misma noche.

 Por Luis Revert

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