Heterónimo
El tren
circulaba entre campos de cereales, recorriendo la llanura al atardecer.
Una luz rojiza encendía el cielo e impregnaba con su luz las laderas de
las montañas que, con el rostro casi pegado al cristal, contemplaba en
su recorrido paralelo a ellas, encontrando un relax medicinal de cara a
la jornada que le esperaba al día siguiente y diluyendo todas sus cargas
en ese remanso de belleza; aturdida su mente por el día de trabajo que
cargaba a sus espaldas, la luz limítrofe al infrarrojo hacía evanescente
su reflexión cuyo contenido, antes cargado de reproches y
resentimientos, se tornaba liviano. Tras esas montañas, aventurándose a
través de un cañón que formaba el curso de un río, subiendo alguna loma
para bajarla después, cuando el tránsito por el camino junto al cauce se
hacía impracticable, se encontraba un grupo de casas abandonadas que
conocía -había conocido, quizá ya ni existieran- bien. En aquellos
tiempos, estuvo a punto de instalarse a vivir en esa aldea. La habían
encontrado por casualidad durante una excursión por el citado río en la
que se adentraron más horas de lo previsto en las entrañas de la sierra,
jugando con los rápidos que el caudal formaba en algunos lugares y
dejándose arrastrar aguas abajo por el sinuoso recorrido entre angostas
gargantas de roca, para tener que remontar después el camino desandado,
desnudos, después de haberse secado sobre una piedra, a modo de terraza,
al sol. Era verano y pasaban días enteros en la montaña, durmiendo con
el cielo como techo en los sacos de dormir. Cuando descubrieron la aldea
se les presentó ante sus ojos el espacio idílico que deseaban en su
interior y que se podía manifestar si tan sólo encontraban el modo de
superar los obstáculos que siempre plantea la materialización de una
renuncia; alcanzar algo suele significar renunciar a otras cosas por las
que se puede tener un mayor o menor apego y esto no siempre es tarea
fácil. Cuando vieron el conjunto de casas, se mostró ante ellos con más
fuerza que nunca la capacidad de renunciar a cualquier cosa que les
mantuviese alejados de la posibilidad de reinventar la vida, sin haberse
siquiera planteado en que podía consistir tal renacimiento.
Descubrieron en este paraje la infraestructura necesaria para poder
vivir sin dependencia exterior si se lo proponían y construir, tras un
periodo de inversión material y, sobre todo, laboral un paraíso alejado
de la vida alienante de la que escapaban habitualmente con la esperanza
de no tener que regresar jamás, que siempre quedaba muda, aplastada por
el peso de una existencia ya constituida y cargada de impedimentos de
cara a favorecer una deconstrucción fruto del verdadero deseo. Sólo
tenían veinte años. Junto a las casas, siguiendo la vereda que descendía
hasta el río, encontraron un enorme zarzal que enmarañaba una
estructura de apariencia cúbica. Se escuchaba correr agua en su
interior. Con las manos, ayudándose de alguna navaja suiza y con mucha
paciencia para no lastimarse, consiguieron descubrir una pequeña porción
de la planta para poder ver que había en el interior de su panza.
Encontraron una pequeña alberca, alimentada por un manantial de agua
cristalina, cuyo sobrante rebosaba por un lateral construido a menor
altura que el resto. El agua descendía por una acequia deshecha junto al
camino, que servía para alimentar los frutales, algunos todavía vivos,
plantados en bancales que descendían por la ladera hasta los prados, que
hacían de antesala al cauce por el que, en ese tramo, discurrían
tranquilas las aguas. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza mientras
el color rojizo perdía intensidad y el paisaje comenzaba a poblarse de
sombras que suponían el final del día; del mismo modo decidió poner
punto final a su evocación y ocupar su mente en cuestiones pertinentes.
Se dijo que fue una lástima que abandonase el proyecto cuando un nutrido
grupo de amigos ya se habían instalado en la aldea dispuestos a
reinventar la vida. Participó durante unos meses en esta empresa y fue
feliz, pero a los pocos meses, repentinamente, se rodeo de argumentos
para desear volver a la ciudad, construir su vida en torno a la
opulencia y se marchó, aunque sabía perfectamente que se fue porque no
había sabido entender a Celia.
Continuaba su
viaje hacia las reuniones de negocios que iba a mantener al día
siguiente. Un aburrimiento pertinaz que se constituía como norma una vez
por semana. Le habían ofrecido trasladarse a la ciudad donde debía
ampliar mercado durante una temporada con gastos pagados por la empresa,
pero declinó la oferta prefiriendo viajar una vez por semana allí,
dormir en un hotel, planear antes de acostarse todas las visitas que
debía realizar para enfundarse a la mañana siguiente el disfraz de
ejecutivo y concentrar todo el trabajo en una jornada agotadora de
reuniones continuas, comidas rápidas y desplazamientos acelerados en
taxi cuando el metro no cuadraba en itinerarios u horarios. Después, sin
tiempo siquiera para mudar la americana y la corbata por ropa más
cómoda, cogería el último tren nocturno y regresaría a su casa para
pasar con su hijo el fin de semana. En el viaje de vuelta la cordillera
quedaba oculta en la oscuridad de una noche sin luna. Algunas luces
situadas en lo alto de antenas y repetidores dibujaban su contorno
imaginario. Esta vez no se ensoñó dentro de los ecos de su memoria;
estaba sumido en el cansancio físico e intelectual, repasaba en su
agenda los logros conseguidos para su empresa y anotaba las tareas
pendientes y algunos flecos que hubiesen quedado sin resolver de cara a
su siguiente visita. Dudaba sobre aceptar la oferta de traslado
temporal, en vista de lo agotadora que resultaba su decisión que sólo
sustentaba por no separase de su hijo. Pensaba que también, por otro
lado, le vendría bien tomar un poco de distancia con su presente que
estaba girando de un modo nada ventajoso en los últimos tiempos y que
ésta era una buena oportunidad. Bien que le habría gustado desaparecer
cuando su amante le dijo que prefería no tener el hijo concebido, que no
deseaba tener un lazo de unión tan rotundo con él y perder su libertad.
Rehusar el alumbramiento significaba dar por concluida la relación,
significaba rechazar la propuesta por él deseada y ofrecida de hacer de
este nacimiento la consolidación de una unión afectiva y emocional. Ella
le mandó una breve misiva contándole su decisión irrevocable, bien
meditada, de renunciar a la maternidad en los términos ya expuestos. No
sentía un lazo tan fuerte como él atestiguaba en una experiencia que se
circunscribía a compartir algunas noches de cama y aliento, que, por
cierto, le resultaba más gélido cada vez, proyectado en sus mejillas.
Por medio de una amiga común, fue informado de que pensaba iniciar una
convivencia con el ingeniero del que tanto le había hablado y con el
que, aseguraba, se entendía a la perfección. En lo único que podía decir
que le marchaban bien las cosas era en el terreno económico. Ganaba lo
suficiente para poder hacer frente a todos sus gastos, incluida una
generosa pensión alimenticia para su vástago y vivir holgadamente,
pudiéndose permitir salir a cenar a sitios caros acompañado de alguna
mujer que se mostrase proclive a la seducción. No encontraba mayor
encanto en su vida, convertida ésta en su totalidad en un bien de
consumo que devoraba con avidez sin sentirse nunca saciado, sino más
hambriento a cada instante y para la que trabajaba con plena dedicación y
tesón enfermizo. La semana siguiente volvió a atravesar el mismo paisaje, a la misma hora, las montañas bañadas por la luz del atardecer...
Y Celia
despertando sola, cincuenta por ciento de rabia, cincuenta por ciento de
tristeza. Hoy no tiene ganas de ver a nadie, tiene algo que madurar
dentro de si, algo que está demasiado verde para ser digerido y que le
produce cierta consternación que no desea, la vida es tan irrepetible
como bella -reflexionaba- dedicarle demasiado tiempo al abatimiento o la
turbación es un tremendo desperdicio irrecuperable y eso era lo que
debía madurar en sus entrañas, no quería sentirse así demasiado tiempo.
Debía arreglarlo en un día de intimidad consigo misma que le supusiese
un regalo y le devolviese a la normalidad y al buen humor realimentado
al ser compartido. Decide prepararse un pequeño equipaje, saco de dormir
incluido; una mochila donde llevar algunos alimentos, cantimplora y un
libro para disfrutar en los descansos de su pretendida caminata. Si algo
no podía ser eclipsado ni quedar empañado por la relevancia de su
ausencia, ese algo era el poder de la naturaleza manifestándose con la
capacidad de cuestionar aún las más profundas convicciones que hayan
podido ser adquiridas por una reflexión ajena; el sitio ideal, por
tanto, para un encuentro con uno mismo. Durante todo el día caminó con
empeño montaña arriba, el esfuerzo físico emprendido en derrotar las
pendientes era reflejo del denuedo que precisaba -y que estaba
acometiendo- psicológicamente para conquistar la cima de la inmensa mole
de tristeza que le aplastaba; conquistada una cima, conquistada la
otra, pensaba, con el deseo de que al llegar arriba sintiera, por fin,
una liberación de sus sentimientos, que no supieron afrontar el desapego
aunque hacía algunas semanas que estaban siendo advertidos de lo que
estaba pasando, de que él se iba a marchar. Otra parte de su cerebro
luchaba contra la rabia que tomaba pinceladas iracundas de tanto en
tanto, acercándose peligrosamente a la frontera del resentimiento que,
una vez traspasada, suele cerrar la puerta, siendo difícil salir de su
territorio donde sólo crecen las malas hierbas. No podía entender por
qué ahora que la aldea estaba cercana al funcionamiento autosuficiente
aunque austero, después de tanto trabajo agotador, se había rendido. Era
cierto, una verdad incuestionable, que no lo estaba pasando bien;
esgrimía a la inseguridad como argumento cuando ella le insinuaba que su
ánimo se mostraba más opaco toda vez que su humor se plasmaba sombrío,
como apesadumbrado, algo les estaba resultado demasiado pesado como para
cargar con ello. Algo dentro de él, quizá una de esas reflexiones
ajenas que nos han sido inoculadas, le decía que no debía construir su
futuro en el interior de esas montañas, aunque semejasen un pequeño
paraíso, se sentía vulnerable, como si pendiese de un hilo que de
romperse le sumiría en la indigencia. Una idea, una invitada indeseada
pero que asomaba de tanto en tanto por su pensamiento, saltando como una
neurona díscola en el interior de su cavidad craneal en cuyas paredes
rebotaba sin fin, le hacía desear un modelo de relación sentimental que
encerrase a la pareja en una caverna de intimidad extralimitada -que por
lo general resulta corrosiva para la propia intimidad- que habría que
poblar con algún -o algunos- retoños que ilustraran -y dieran colorido y
quehacer- al ambiente. Inseguridad que traía de la mano al miedo,
instalándose ambos en la conciencia convertida en una marmita donde
bullía la angustia evaporada en forma de ansiedad que terminaba por
nublar su ánimo hasta la opacidad que pervierte la alegría. Celia
siempre argumentaba en contra y le decía que la paralizadora idea del
deber -aquello que él pensaba que no iba a cumplir si seguía en la
aldea- había sido concebida para que las personas renunciasen a trabajar
en virtud de sus propios intereses para hacerlo en el interés de sus
amos; así había sido en todas las épocas de la historia y así era ahora
en su entendimiento. Le aconsejaba que atendiese a desprenderse de
reflexiones ajenas sustentadas en el trono del pánico y no despreciase
la oportunidad de construir un nuevo mundo que tenían en los dedos de la
mano. Subió hasta la cima de la montaña. El sol descendía y teñía de
rojo la llanura a sus pies. Culminada la ascensión sintió el cansancio
fruto de la larga caminata en la que había reproducido cada una de las
escenas de su batalla perdida. Al contemplar el panorama, una alegría
desbordada se apoderó de ella y comenzó a bailar de forma alocada, tan
pronto saltaba como se dejaba caer al suelo en una coreografía propia de
un rito exorcista por el que intentaba inconscientemente expulsar todos
aquellos demonios que la abatían resolviendo que, de hecho, una nueva
etapa de su vida estaba a punto de comenzar. Luego se sentó a contemplar
el paisaje como si fuese algo cercano a una diosa reinando sobre la
llanura encendida a la que una voz perdida en la inmensidad del paisaje
lanzaba una plegaria: "cuanto desearía poder crear tu heterónimo,
alguien que fuese exactamente igual que tú pero despojado de todo el
miedo y la angustia que convierte todas tus bendiciones en humo
evanescente, en el cual se disipa tu vida entera". Vio que abajo, sobre
la llanura, próximo a las laderas de la montaña circulaba un
ferrocarril. El sol rojizo reflejado en sus ventanillas le hacía parecer
un extraño gusano cuyo cuerpo estuviese en su totalidad tachonado de
ojos encendidos. Se escuchó un estrépito y descarriló de improviso; se
arrastró unos cientos de metros sobre uno de sus flancos. Bajó corriendo
la ladera sorteando piedras y ramas leñosas, cayendo de bruces en
ocasiones. Cuando llegó al lugar del siniestro algunas personas
deambulaban aturdidas, otras gritaban en un paroxismo histérico o
lloraban convulsivamente, se escuchaban gritos y susurros emitidos por
gargantas que habían perdido la fortaleza resonando desde el interior de
los vagones. Un hombre asomaba por una de las ventanillas que miraban
al cielo, apenas hubo sacado medio cuerpo al exterior se derrumbó con
los brazos extendidos hacia el techo del tren volcado, medio cuerpo
fuera, medio dentro, tumbado boca abajo. Se acercó a socorrerlo, trepó
hasta lo alto y desde un lado intentó cogerlo por las axilas para
extraerlo por completo del interior del vagón. Un escalofrío recorrió
cada célula de su organismo cuando sus pies resbalaron ante el esfuerzo
requerido para levantar el cuerpo inerte y cayó sobre la espalda del
cadáver; algo le resultó tremendamente familiar al abrazar el cuerpo de
manera accidental. Se levantó de un respingo y respiró profundamente.
Una intuición se manifestó con la rotundidad de una certeza: él
regresaría a la aldea esa misma noche.