Lo sucedido.
Han transcurrido sólo un par de semanas desde que volvimos de las vacaciones en cuyo transcurso su pesadilla recurrente desapareció; esta vez he sido yo el que ha experimentado el sobresalto y he quedado confuso, paralizado, reflexionando sobre lo que intuyo es una certeza que debo confirmar, un relato vívido con el que he despertado repentinamente y cuya acción detallada se va difuminando mientras la vigilia suplanta al sueño.
Debo hacer una comprobación antes de contarle nada, cabe la posibilidad de que se trate de una broma de mi subconsciente -eso lo deseo por encima de todo-; mejor: en ningún caso debo hablarle de esto, broma o certeza significaría volver a sumirla en la tortura que sufrió durante meses y que en la actualidad parece haber superado y olvidado.
Su mente de calidad científica y espíritu escéptico comenzaba a oscilar y no podía evitar pensar que el mensaje angustiado que recibía cada madrugada respondía a alguna clase de posesión paranormal -cualquier cerebro por escéptico que sea, no deja de sentir atracción por lo misterioso, máxime cuando lo experimenta en sus propias carnes-; aunque su conclusión más aceptada y no menos preocupante, era que estuviera en un lugar fronterizo a la locura; el rostro asustado de la niña y la voz angustiada pidiéndole que lo evitase, que no consistiese que eso ocurriera, se presentaba en su mente en cualquier momento -una evocación pertinaz e inevitable- y circunstancia, distrayéndola por completo de aquello que estuviese haciendo, alterando por completo el transcurso de su vida; se trataba de una invitada a quien nadie había invitado que suplicaba algo a lo que no se tenía ningún acceso, ni siquiera el menor indicio de su naturaleza ni la menor comprensión... Sin duda un trastorno mental.
Antes de visitar a cualquier especialista le propuse que hiciésemos un viaje, algo que la distrajese de la rutina habitual de su trabajo que le consumía demasiado tiempo y energía. Ella detestaba mi insistencia y aborrecía el discurso que acompañaba mi porfía, quizá comenzaba a aborrecer la totalidad de mi persona. Mediante este discurso, le decía que sus cargas se habían apoderado de su ser, cargas sustentadas en dos pilares: la maldita tiranía e irritabilidad de su superior en el trabajo -probablemente derivada de la negativa por parte de ella de convertir la relación laboral en un romance sentimental- y su descontento por que nuestra relación no sucediese del modo exacto que deseaba. Yo le insistía en que estas cargas estaban arruinando su vida y que sus pesadillas no eran otra cosa que una advertencia de su subconsciente. Se irritaba de forma descomunal y comenzaba a criticar "los malditos mensajes de autoayuda". Reía y aseguraba que si todos los problemas personales derivan de la interpretación de la realidad que el sujeto realiza -en eso resumía mis palabras- , nadie sufriría miseria o maltrato por parte de aquellos que se encuentran fácticamente por encima de ellos: con cambiar la interpretación de la realidad sería suficiente; que la dejase en paz con mis tonterías; que era muy capaz y lo suficientemente inteligente como para discriminar aquello que tenía que aceptar lo quisiese o no, de lo que le proporcionaba la alegría y argumentos necesarios para disfrutar de la vida; que me guardase mis discursos para aquellos que el acto mismo de vivir les supusiese un conflicto tal que precisasen mis consejos para no tener que esconder la cabeza como un avestruz; que de que puñetas tenía que avisarle su subconsciente que no supiera ya y que si acaso no había vivido feliz a pesar de sus cargas hasta la fecha, de lo cual yo había sido testigo. Tenía toda la razón. Me hacía sentir estúpido a la vez que incondicional hacia ella.
Viajamos a una ciudad de la costa mediterránea y repentinamente en el transcurso de la tercera noche en el hotel, la pesadilla no se produjo. El resto de las vacaciones lo disfrutamos como locos. Había funcionado: todo se debía al estrés y ella iba recuperando su carácter habitual, ingenioso, de ánimo alegre y humor en el que la ironía y el sarcasmo brillan con la calidad de no hacerlos caer nunca en el razonamiento ordinario o soez. Sentía aliviados mis temores por ella y desaparecía la amargura y el temor de que estuviese desapareciendo todo lo que habíamos sido hasta ahora.
Me he levantado con cuidado, suavemente, ante todo no debo despertarla. He ido al estudio y encendido e ordenador. He buscado las fotos y abierto la carpeta correspondiente a las vacaciones. He mirado las fotos correspondientes al día en cuya noche sus pesadillas desaparecieron, concretamente una serie de siete instantáneas que nos hizo a petición nuestra un desconocido. En ellas estamos los dos abrazados en el centro de una gran plaza peatonal. Tras nosotros, a bastante distancia se encuentra una fuente hornamental. En el centro de la fuente hay una estatua de un hombre tumbado, a su alrededor varias estatuas de cuerpos femeninos en pie vierten agua en el vaso que rodea el conjunto. En el muro que forma este vaso hay mucha gente sentada formando corros, algunos sentados en el muro y otros en pie frente a ellos. La masa de gente no se distingue bien en las fotos, está demasiado lejana y algo borrosa por el enfoque. Amplío las fotos y las recorto de manera que sólo se vea en la pantalla el cuadrante donde aparece la masa de gente.
La imagen no es de calidad pero viéndolas una y otra vez distingo, con la acción repartida entre las siete fotos, como un hombre se aproxima a una niña, se sitúa frente a ella y se la lleva en brazos mientras mira a un lado y a otro, como percatándose de que nadie repara en el secuestro que acaba de cometer.