sábado, noviembre 03, 2012
El espejo
Asomaba su rostro al espejo. Los ojos oscuros como boca de lobo. El reflejo mostraba sus ojeras violáceas, un cuello con rastro rojo de muerte y el dibujo de una soga trepando por su piel. No, no podía salir a la calle con semejante aspecto. Ya no sabía qué hacer para ocultar los orificios que su amado había ido perforando un día y otro, y otro. Las hormigas podrían crear un universo en su interior. Los dientes, esos dientes que adoraba como cada palmo de su cuerpo, habían hecho un gran trabajo. Menuda tuneladora. Parecía simple. Tumbarse en un lugar alejado. Un prado, un bosque. Dejarse morir. Que las hormigas se apiadasen de su cuerpo mortal, que se colasen por entre las huellas de su amor. Tan maltrecho. Que se la comieran en vida. Formar parte de la cadena alimenticia, convertirse en abono del mundo.
El reflejo era demoledor. Conforme pasaban los segundos, su sistema venoso convertía su cuerpo en un mapa de ríos. Como cuando era niña: el Miño, el Duero, el Tajo. Toda ella convertida en una osamenta transparente y carnosa. Ahora sobresalía del espejo su masa muscular. ¡Vaya! Era cierto. El esternocleidomastoideo era muy largo. Tan largo como el infierno en el que se encontraba atrapada. Si fuera como ellos, no habría reflejo. Por eso no entendía las visiones.
No habrá maquillaje capaz de ocultar este desastre, pensaba. Si fuera como ellos, gozaría con la sangre. Pero la detestaba. El mero olor la hacía vomitar. Todos ellos eran repulsivos. Parásitos de la vida. Permanecía en aquella tribu por amor. Llevaba más de un año con aquella doble vida porque no sabía no hacerlo. Tendría que salir al exterior. Otra vez. Pero si el espejo se empeñaba en devolverle esa imagen de pesadilla no tendría el valor.
“Ven aquí, Kyra” le ordenaba autoritario cuando apenas conspiraba con llegar a la puerta, asomar su maltrecho ser a la calle.
--Lo siento, Samuel. Hoy voy a salir. Voy a escaparme de este tugurio. Os detesto a todos. A ti, también. Ya no te amo.
--No es verdad. Habla el miedo, Kyra. Pero ya no hay miedo.
Las escenas del cautiverio se reflejaban en el blanco de sus ojos. Ese espejo quería decirle algo. Nada le importaba. Ser monstruosa, ser bella, ser un despojo. Hoy saldría afuera. Vería el cielo, respiraría la polución de aquel universo contaminado tras la hecatombe nuclear. “No tengo miedo”.
Abrió la puerta. Al otro lado encontró el páramo de los vivos ¿Pero dónde estaban? A sus pies, un precipicio. ¿Ves lo que te dije? Samuel se carcajeó de un modo despiadado. “Sólo nos tienes a nosotros porque sólo existimos nosotros”. Era un cabrón vengativo y un mentiroso. Y un manipulador. No creía sus palabras. No creía la imaen que tenía ante sí. La enorme meseta, cuyo horizonte se perdía en lontananza. El ulular del viento, la lluvia ácida, el gris plomizo de las nubes, de la tierra, de todo.
Volvió a su espejo. Hizo su toilette como siempre, como si nada ocurriera. Volvió a la puerta. Abrió y cerró esa puerta cientos de veces. Volvió a su espejo cientos de veces. Como si nada ocurriera. Volvió a su imagen terrorífica. Al fantasma de su osamenta que se desintegraba y se regeneraba minuto a minuto. Un bucle demoníaco de su reflejo al vacío. Del vacío al terror de saberse sola.
Un último intento, se dijo. Cerró los ojos, concentrada, y abrió la puerta de la calle. Sabes que esto no está pasando. Es el engaño de Samuel. Es su afán por poseerte cada noche, cada día, hasta el final de los tiempos.
Como por arte de magia, tras la puerta encontró su calle. La de siempre. El kiosko de en frente. La cafetería de la esquina. El olor algo salobre del tráfico cercano al mar. Se tropezó con André, aquel vecino francés tan sofisticado: Bonjour! Le mostró la mejor de sus sonrisas. Pero no obtuvo respuesta. Entró a la cafetería. Comería algo normal para variar. Pero nadie atendía a su llamada. Bajó a la gran ciudad y repitió esta operación en cientos de lugares, con cientos de personas sin obtener respuesta. Llegó al metro, se metió en un vagón y allí estaba él. Su padre ¿`Pero qué coño es esto? ¿Su padre? Su padre estaba muerto. Hacía casi 15 años de aquellos. La miró. Abandonó su asiento y se dirigió a ella que esperaba de pie que se abriese la puerta. En la siguiente estación. Kyra, Kyra ¿Qué haces aquí, cielo? ¿Y tan pronto? Eras una buena chica ¿Que te ha pasado?
Contestó sin pensar. Con la certeza brutal de que hizo algo horrible. Como su padre. Que se quitó la vida. Fue un día de viento. En el bosque. Se colgó de un árbol. Y se la comieron las hormigas.
Imagen de Gernán Saez
VIVIR EN EL FILO: El espejo: